En medio de todo, es admirable
la fuerza mecánica, obligatoria,
que tiene la vida. No hay manera
de escaparse. Viene, y a su antojo
distribuye brazos y deseos
y se forma ardiendo y sin descanso.
Enciende sus lumbres comenzadas
en la pesadumbre de la sangre,
y el pepenador de basura,
bajo su costal de papeles sucios,
piensa en su mujer; y los enfermos
de muerte se yerguen, deshilachados,
y van a sus noches de amor espesas.
Qué opaca ceguera, qué nubes,
qué velos de instinto y de alegría
extiende la vida en torno a los hombres,
para conseguir lo inexplicable.
Los cuerpos siniestros de los mendigos,
los disfraces húmedos de las gentes,
los dulces, pequeños oficinistas
que aman con estómagos vacíos,
o confunden blandamente en sus besos
su vieja acidez de comida pobre,
y se reproducen sin esperarlo.
El pan que se gana con el trabajo
y para el trabajo se come;
y los sufrimientos, y las penas
para no morir del todo, y la costumbre.
En todo la hirviente batalla,
el combate haciéndose a borbotones
de placer y miedo y sudor y fuerza y miseria,
buscando un objeto que no se alcanza.
Rubén Bonifaz Nuño, en Los demonios y los días, pp. 34 y 35, 1956.