PRESENTACIÓN

"--¿Cuál es la función del poeta en cualquier sociedad, Rubén?
--Es un poco como… como un ropavejero desprestigiado. Qué es lo que hace el poeta: de repente en un día de mal humor, o de buen humor, se pone junto a su máquina de escribir y dice lo que le pasa. Y cuál es su esperanza: que eso mismo le pueda pasar a los demás. Entonces, lo que está haciendo es crear un conjunto de harapos para que los pobres puedan ponérselos alguna vez y sentirse un poco menos pobres. Eso podría decir".

Rubén Bonifaz Nuño.



martes, 31 de enero de 2012

HUMANIDADES Y HUMANITARISMO




Todos podemos ser tiranos: es fácil y barato en sociedades donde prevalece la impunidad. Si como dicen que el hombre manda al perro, el perro manda al gato, el gato al ratón y el ratón manda a su cola; así también la crueldad se convierte en una cadena que comienza por los fuertes hasta los más débiles y desprotegidos. Casi siempre son, en ese orden, mujeres, niños y animales, y en estos últimos se ceban hasta los débiles. La crueldad animal ha existido siempre, pero ahora se agrava debido al exhibicionismo: a la posibilidad de mostrarla al mundo por medio de las redes de comunicación y con gran impunidad.

   Hace falta o sobra humanidad. Esto depende de la concepción que de humanismo se tenga: el occidental o el de las culturas originarias. Hay una confusión entre las acepciones de humanitarismo y humanidades. Oímos decir todo el tiempo: “Es una persona muy humanista: ayuda mucho a sus semejantes”. Cuando lo que se quiere decir es que ese individuo es humanitario. Aunque son conceptos diferentes uno lleva al otro; siempre y cuando el humanismo sea constructivo.

   Los textos siguientes nos mostraran el verdadero significado de los términos antes dichos. Y así sabremos si nos sobra o hace falta humanidad o sucede lo que dijo un poeta amigo mío “Escasea casi todo: abunda la escasez”.

                                                                                                                  CAM.









El humanismo prehispánico (Fragmento)

Por Rubén Bonifaz Nuño

Al hablar, en general de humanismo, se hace referencia a nociones que encierran valores indudables: realización del ideal del hombre, ideal de la plena realización del hombre en su perfección, consideración del hombre como finalidad de lo existente. Pero estas nociones contienen en sí, asimismo, gérmenes de corrupción capaces de guiar hacia magnos desatinos, la presencia de los cuales parece situarse en el origen de calamitosas situaciones que actualmente padecemos.

   En efecto, la idea occidental de humanismo, al considerar al hombre fin de lo existente, supone que el mundo está hecho para servir al hombre; éste, con esa conciencia, al saberse finalidad última de las cosas, se atribuye la facultad de servirse de ellas, de explotar la realidad en su propio provecho.

   La viciosa comprensión y aceptación cabal de tales ideas, viciosas ellas también acaso en su misma raíz, ha conducido a la humanidad  y su ámbito a las circunstancias lastimosas en que ahora se encuentran.

   Porque el hombre, al concebirse como él único ser digno de tomarse en cuenta,  se ha convertido en el supremo destructor, en algo como una plaga, amenaza máxima de cuanto se aquieta o se mueve en torno suyo.

   Si todo se hizo para servirlo, él se realiza a sí mismo mediante el aprovechamiento desaforado de las cosas, incluyendo entre estas no sólo a las demás especies vivientes, sino en muchas ocasiones a otros hombres, con tal que le sean diferentes en color o en estatura o creencias.

   La expresión “mata y come” de la Escritura, tomada en su literalidad más grosera, se hace ahora consigna para el hombre. Como si para formar o mantener su puesto natural hubiera de dar muerte y devorar a cuanto no es él mismo.

   Y mata así y consume y corrompe cosas y criaturas, igual que si ejerciera un deber monstruoso sin más término que el total acabamiento.

   Sirviéndose de todo, se encuentra ahora próximo al límite final. Porque la muerte causada a su alrededor lo cerca ya inminente, y el matar y el comer se le convierten en actos simultáneos, y él destruye el mundo para convertirlo en alimento de su indolencia, y llega a devorarse y matarse, en su ambición desconsiderada y en su pavorosa insania.

   Ahora bien: es indudable, a lo menos en el minúsculo planeta que habitamos, la función central del hombre como naturaleza privilegiada. Pero lo que hay que definir entre nosotros, ahora con mayor urgencia que nunca, dados sus posibles efectos, son la índole y los necesarios límites que han de fijarse a tal función.

   Con ese objeto, supuesto que somos por sangre y por cultura descendientes de las creaciones de dos formas de espíritu que se enfrentaron en un momento de la historia, nos sería conveniente considerar las concepciones que de lo humano hay en tales dos formas. En honda contradicción las dos, no sé si acaso estén llamadas a conciliarse.

   Esquematizando, podría decirse que en el concepto occidental del hombre y del mundo, éste está destinado a servir a aquél; corrompiendo un principio de posible verdad, ese concepto ha llevado al mundo occidental, del cual hoy formamos parte, a los casos de injusticia y pavorosa inseguridad en que estamos. El hombre, en el centro de las cosas hechas para servirlo, se convierte, a causa de sus debilidades, en una suerte de tragadero insaciable de todo; en busca de su comodidad, satisfaciendo las solicitudes de su pereza, emplea el mundo como instrumento de ésta, aparte de toda otra preocupación. Su dominio se transforma en tiranía que termina por volverse contra sí mismo y por condenarlo al aniquilamiento. En eso se ha convertido la herencia que nos ha llegado del humanismo clásico.

   Pero nosotros, por fortuna, contamos con otra herencia: la de los antepasados indígenas que poblaron este territorio, y allí meditaron y lucharon, hicieron su trabajo, ejercieron su vida.

   Del concepto que tuvieron del hombre y de su situación y relaciones con el mundo; esto es, de lo que con legitimidad pudiera llamarse humanismo, me toca hablar ahora. Para ello, he de recurrir a alguna parte de la muchedumbre de testimonios que de sus obras permanecen. Por una parte, textos escritos, recogidos por los mismos que vinieron a destruirlos: por aquellos que los sucedieron; por los vencidos mismos y sus descendientes, por los portadores de otra lengua y otra religión. Por otra parte, abundancia de objetos plásticos salvados del aniquilamiento y que, como las hierbas que desde abajo descuajan y rompen las piedras en las calzadas y los edificios de las ciudades despobladas, pugnan por sacar ahora a la luz la fuerza de sus verdaderos sentidos, a lo largo y lo ancho de la superficie que hoy llamamos Mesoamérica.

   Y en textos y formas plásticas encontraremos una concepción única y un mensaje que se ofrece a ser descifrarlo. En todos, en unos y en otras, se revela por todas partes la presencia humana central. En aquéllos, con el señalamiento de la historia y las virtudes del hombre; en éstas, con la reproducción multiplicada de su imagen en medio de atributos que en un sentido la superan y en otro requieren de ella. Y esta necesidad que lo que está alrededor de él tiene del hombre, expresada en letras y en formas, es lo que en esencia define la índole del que puede llamarse humanismo prehispánico. Porque el hombre, al comprender la necesidad que de él tiene el mundo, sabe que él está destinado a satisfacerla. Por tanto, sabe que el mundo no está a su servicio; que no es materia explotable, sino motivo de servicio, causa de trabajos solícitos, obligación de colaborar con cuanto considera que está por abajo y por encima de él.

   De esta suerte, el hombre no es tirano, sino sujeto; no es destructor sino edificador de las cosas. No hay límite en la vida humana para los deberes que impone ese servicio. Porque el mayor de ellos consiste en la donación de la misma vida para mantener la existencia universal.

   En resolución: si en la noción occidental el universo está hecho para servir al hombre, en la noción prehispánica el hombre se hizo para servir al universo.

   Esto, aparte de la conciencia que del valor del hombre supone, supone a la vez la conciencia del deber de la mayor humildad. El hombre no puede explotar al mundo; ha de ofrecerse al mundo en cuanto él es, en una actitud solidaria y paciente…

“El humanismo prehispánico” en El humanismo en México en la vísperas del siglo XXI, actas del congreso celebrado del 22 al 25 de abril de 1986, UNAM, México, 1987, pp. 41-55



 

<> Este sujeto practica, en una localidad española, el asesinato de gatos domésticos y lo llama caza deportiva






Fragmento de la Carta del Gran Jefe Seattle  de las tribus duwamish y suquamish, a l presidente de EEUU Franklin Pierce, en 1854.
Soy un hombre salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a un millar de búfalos pudriéndose en las praderas, abandonados por un hombre blanco que los abatió desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como una máquina humeante puede importar más que el búfalo, al que nosotros matamos sólo para sobrevivir.
¿Qué sería del hombre sin las bestias? Si todas fueran exterminadas, el espíritu del hombre también moriría de una gran soledad; porque lo que le ocurra a las bestias también le sucederá al hombre. Todo está unido.

 

                                       
                                     Gran Jefe Seattle al final de su vida

Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: la tierra es nuestra madre. Todo lo que ocurra con la tierra también ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos. Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos, todo está amarrado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurra a la tierra, también ocurrirá a los hijos de la tierra.

 

                                  Joven guerrero delaware
   
  
 



A mitad del frío de febrero…


A mitad del frío de febrero,
con una esperanza de viento cálido,
me alcanzó un primer anuncio, un fantasma
de la primavera concupiscente.

Ya de nuevo todas las cosas
habrán de empezar a buscarse
unas a las otras. Vendrán las noches
breves, los latidos bajo la tierra,
y los vegetales brazos, y el agua.

Y también nosotros abriremos
esta soledad, porque nos duele,
y perseguiremos nuestra ventura
a golpes de ciegos enfurecidos.

Qué triste resulta que no sepamos,
solos entre todo, la palabra
capaz de acercar lo que no tenemos.

Es cierto: sin duda se progresa:
apenas se está empezando, y se pueden
armar infiernitos que en una sola
llama precipiten al otro mundo
cuatrocientos mil infelices;
encender lucientes, perfectas máquinas,
o quitar mejor las enfermedades.

¿Pero en dónde está lo que se ha ganado
para estar tranquilos, para vernos,
para conseguir nuestra compañía?

Incompletos somos, mutilados horribles
que nos deshacemos buscando a tientas,
en otros, los miembros que hemos perdido.

En espejos rotos nos reflejamos,
en mustias imágenes fragmentadas,
y por las rendijas del reflejo
escurre, se pierde trágicamente
nuestra vida más preciosa y despierta.

Y es para sentarse a llorar de envidia
ver en torno nuestro las piedras,
la tierra, las plantas, los animales,
armoniosamente se consuman,
se juntan tranquilamente, relucen
de tan firmes, cantan de tan seguros,
mientras nos quebramos nosotros.

Rubén Bonifaz Nuño, de Los demonios y los días, 1956.


Rubén Bonifaz Nuño con guajolotes (esperamos que no haya sido en vísperas navideñas)