Hoy
se cumple el primer año de la muerte de Ernesto Sabato. Murió en la madrugada
del sábado 30 de abril de 2011, a los 99 años. Fue velado en un modesto salón de
actos del Club Atlético Defensores de Santos Lugares y sepultado en el cementerio
Jardín de Paz de Pilar. Él lo pidió así:
una modesta ceremonia privada en el Club donde acudía a jugar dominó con sus
vecinos. Al final de la vida (y unas horas después de su muerte) de una de las
conciencias latinoamericanas que más ahondó en el alma humana y sus
contradicciones, su mejor homenaje no fueron las opiniones o cumplidos de
instituciones culturales o gubernamentales. No, el mejor tributo de humildad y
paz fue ser recordado como un buen vecino.
Aquí,
el último capítulo de Abadón el
Exterminador. El mismo predijo la paz que envolvería su último día en la
pampa.
VIAJE
A CAPITÁN OLMOS, QUIZÁ EL ÚLTIMO (fragmento)
Comenzó
a marchar hacia la salida, viendo o entreviendo otros nombres de su infancia:
Audiffred, Despuys, Murphy, Martelli. Hasta que de pronto vio con asombro una
lápida que decía:
Ernesto Sabato
Quiso ser enterrado en esta tierra
con una sola palabra en su tumba
PAZ
Es el alma un extraño en la tierra?
Adónde dirige sus pasos?
Es la voz lunar de la hermana a través
de la noche sagrada
la que oye el peregrino
el sombrío
en su barca nocturna
en los estanques lunares
entre podridos ramajes, entre muros
leprosos.
El delirante está muerto
se entierra al extraño.
Hermana de tempestuosa tristeza
mira!
Una barca angustiada naufraga
bajo las estrellas
el rostro callado de la noche.
Porque
no hay poesía festiva, alguien había dicho, pues quizá sólo del tiempo y delo
irreparable puede hablar. Y también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo?) que
todo un día será pasado y olvidado y borrado: hasta los formidables muros y el gran
foso que rodeaba a la inexpugnable fortaleza.
Ernesto Sabato
Amargo
es perder un amigo,
o
desde una esquina en la noche
mirar
alejarse a la mujer que nos deja.
Pero
se tolera bien, se soporta.
Es
horrible, es ávido sin remedio
el
terror que asalta de repente
los
huesos, congela nuestras entrañas,
cuando
nos ocupa el pensamiento
de
que han de morir, antes que nosotros,
aquellos
que más hemos querido.
Sus
gestos, sus dulces ademanes,
la
ternura suya, se van guardando
en
alguna parte en que no hay olvido;
una
vez saldrán, fatalmente,
vueltos
ya gemidos mansos, heridas,
angustioso
nudo que se desata
y
que al desatarse nos anuda:
nos
despierta inválidos para siempre
llenos
del amor que no dimos.
Cuidadosamente,
sin darnos cuenta,
preparamos
lágrimas a diario;
las
acumulamos, las escondemos
en
algún aljibe secretísimo,
para
cuando llegue la hora del lloro
y
el crujir de dientes, ante una sorda
presencia,
en los bordes de un agujero.
Cómo
nos invade la sangre el ansia,
el
anticipado remordimiento,
la
estéril dureza de no haber dado
lo
que era preciso que diéramos,
y
que era tan poco: acaso
un
silencio tímido que comprende,
un
trozo de pan compartido.
Algo
lo bastante grande
para
edificar una dicha,
y a
la vez tan mínimo, tan desnudo,
que
nada permita esperar en cambio.
Rubén Bonifaz Nuño, en Los demonios y los días, 1956.