PRESENTACIÓN

"--¿Cuál es la función del poeta en cualquier sociedad, Rubén?
--Es un poco como… como un ropavejero desprestigiado. Qué es lo que hace el poeta: de repente en un día de mal humor, o de buen humor, se pone junto a su máquina de escribir y dice lo que le pasa. Y cuál es su esperanza: que eso mismo le pueda pasar a los demás. Entonces, lo que está haciendo es crear un conjunto de harapos para que los pobres puedan ponérselos alguna vez y sentirse un poco menos pobres. Eso podría decir".

Rubén Bonifaz Nuño.



domingo, 29 de abril de 2012

UN AÑO SIN ERNESTO SABATO



Hoy se cumple el primer año de la muerte de Ernesto Sabato. Murió en la madrugada del sábado 30 de abril de 2011, a los 99 años. Fue velado en un modesto salón de actos del Club Atlético Defensores de Santos Lugares y sepultado en el cementerio Jardín de Paz de Pilar.  Él lo pidió así: una modesta ceremonia privada en el Club donde acudía a jugar dominó con sus vecinos. Al final de la vida (y unas horas después de su muerte) de una de las conciencias latinoamericanas que más ahondó en el alma humana y sus contradicciones, su mejor homenaje no fueron las opiniones o cumplidos de instituciones culturales o gubernamentales. No, el mejor tributo de humildad y paz fue ser recordado como un buen vecino.

Aquí, el último capítulo de Abadón el Exterminador. El mismo predijo la paz que envolvería su último día en la pampa.  






VIAJE A CAPITÁN OLMOS, QUIZÁ EL ÚLTIMO  (fragmento)
Comenzó a marchar hacia la salida, viendo o entreviendo otros nombres de su infancia: Audiffred, Despuys, Murphy, Martelli. Hasta que de pronto vio con asombro una lápida que decía:


Ernesto Sabato

Quiso ser enterrado en esta tierra

con una sola palabra en su tumba

PAZ


Se apoyó en una pequeña verja y cerró sus ojos. Después, cuando volvió a abrirlos, con todo, salió del cementerio con un sentimiento que nada tenía de trágico: los fúnebres cipreses, el silencio de la noche que se avecinaba, el aire con tenues olores de pampa, esos sutiles y apagados ademanes de la infancia (como los de un viajero que se va para siempre y que desde la ventanilla del tren hace púdicas señales de despedida) le producían más bien esa sensación de melancólico reposo que se siente de niño cuando se pone la cabeza en el regazo de la madre, cerrando todavía los ojos llenos de lágrimas, después de haber sufrido una pesadilla. "Paz". Sí, seguramente era eso y quizá sólo eso lo que aquel hombre necesitaba, meditó. Pero por qué lo había visto enterrado en Capitán Olmos, en lugar de Rojas, su pueblo verdadero? Y qué significaba esa visión? Un deseo, una premonición, un amistoso recuerdo hacia su amigo? Pero cómo podía considerarse como amistoso imaginarlo muerto y enterrado? En cualquier caso, fuera como fuera, era paz lo que seguramente ansiaba y necesitaba, lo que necesita todo creador, alguien que ha nacido con la maldición de no resignarse a esta realidad que le ha tocado vivir; alguien para quien el universo es horrible, o trágicamente transitorio e imperfecto. Porque no hay una felicidad absoluta, pensaba. Apenas se nos da en fugaces y frágiles momentos, y el arte es una manera de eternizar (de querer eternizar) esos instantes de amor o de éxtasis; y porque todas nuestras esperanzas se convierten tarde o temprano en torpes realidades; porque todos somos frustrados de alguna manera, y si triunfamos en algo fracasamos en otra cosa, por ser la frustración el inevitable destino de todo ser que ha nacido para morir; y porque todos estamos solos o terminamos solos algún día: los amantes sin el amado, el padre sin sus hijos o los hijos sin sus padres, y el revolucionario puro ante la triste materialización de aquellos ideales que años atrás defendió con su sufrimiento en medio de atroces torturas; y porque toda la vida es un perpetuo desencuentro, y alguien que encontramos en nuestro camino no lo queremos cuando él nos quiere, o lo queremos cuando ya él no nos quiere, o después de muerto, cuando nuestro amor es ya inútil; y porque nada de lo que fue vuelve a ser, y las cosas y los hombres y los niños no son lo que fueron un día, y nuestra casa de infancia ya no es más la que escondió nuestros tesoros y secretos, y el padre se muere sin habernos comunicado palabras tal vez fundamentales, y cuando lo entendemos ya no está más entre nosotros y no podemos curar sus antiguas tristezas y los viejos desencuentros; y porque el pueblo se ha transformado, y la escuela donde aprendimos a leer ya no tiene aquellas láminas que nos hacían soñar, y los circos han sido desplazados por la televisión, y no hay organitos, y la plaza de infancia es ridículamente pequeña cuando la volvemos a encontrar. Oh, hermano mío, pensó con palabras altisonantes, para púdicamente ironizar ante sí mismo su tristeza, que al menos intentaste lo que yo nunca tuve fuerzas para hacer, lo que en mí jamás pasó de abúlico proyecto, que trataste de lograr lo que aquel sufriente negro con su blues, en el sórdido cuartucho de una ciudad sucia y apocalíptica; cuánto te comprendo para querer verte enterrado, descansando en esta pampa que tanto añoraste, y para soñarte sobre tu lápida una pequeña palabra que al fin te preservase de tanto dolor y soledad! Sus pasos lo llevaron calladamente en la noche hacia su casa de la niñez, ahora de otros. Había luces, dentro. Quiénes eran aquellas gentes?


Es el alma un extraño en la tierra?

Adónde dirige sus pasos?

Es la voz lunar de la hermana a través de la noche sagrada

la que oye el peregrino

el sombrío

en su barca nocturna

en los estanques lunares

entre podridos ramajes, entre muros leprosos.

El delirante está muerto

se entierra al extraño.

Hermana de tempestuosa tristeza

mira!

Una barca angustiada naufraga

bajo las estrellas

el  rostro callado de la noche.


Porque no hay poesía festiva, alguien había dicho, pues quizá sólo del tiempo y delo irreparable puede hablar. Y también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo?) que todo un día será pasado y olvidado y borrado: hasta los formidables muros y el gran foso que rodeaba a la inexpugnable fortaleza.

                                                                                               Ernesto Sabato






Amargo es perder un amigo,

o desde una esquina en la noche

mirar alejarse a la mujer que nos deja.

Pero se tolera bien, se soporta. 



Es horrible, es ávido sin remedio

el terror que asalta de repente

los huesos, congela nuestras entrañas,

cuando nos ocupa el pensamiento

de que han de morir, antes que nosotros,

aquellos que más hemos querido. 



Sus gestos, sus dulces ademanes,

la ternura suya, se van guardando

en alguna parte en que no hay olvido;

una vez saldrán, fatalmente,

vueltos ya gemidos mansos, heridas,

angustioso nudo que se desata

y que al desatarse nos anuda:

nos despierta inválidos para siempre

llenos del amor que no dimos. 



Cuidadosamente, sin darnos cuenta,

preparamos lágrimas a diario;

las acumulamos, las escondemos

en algún aljibe secretísimo,

para cuando llegue la hora del lloro

y el crujir de dientes, ante una sorda

presencia, en los bordes de un agujero. 



Cómo nos invade la sangre el ansia,

el anticipado remordimiento,

la estéril dureza de no haber dado

lo que era preciso que diéramos,

y que era tan poco: acaso

un silencio tímido que comprende,

un trozo de pan compartido. 



Algo lo bastante grande

para edificar una dicha,

y a la vez tan mínimo, tan desnudo,

que nada permita esperar en cambio.

              Rubén Bonifaz Nuño, en Los demonios y los días, 1956.