PRESENTACIÓN

"--¿Cuál es la función del poeta en cualquier sociedad, Rubén?
--Es un poco como… como un ropavejero desprestigiado. Qué es lo que hace el poeta: de repente en un día de mal humor, o de buen humor, se pone junto a su máquina de escribir y dice lo que le pasa. Y cuál es su esperanza: que eso mismo le pueda pasar a los demás. Entonces, lo que está haciendo es crear un conjunto de harapos para que los pobres puedan ponérselos alguna vez y sentirse un poco menos pobres. Eso podría decir".

Rubén Bonifaz Nuño.



viernes, 7 de octubre de 2011

La vida tiene siempre la palabra

                                  RBN en diciembre del 1982


Es 1982, Bonifaz cuenta con 59 años y dos de sus jóvenes amigos: Carlos Montemayor de 35 años y Sandro Cohen de 29 lo escuchan, como en una sobremesa, analizar el poema de Carlos. En la tarde de ese verano la voluntad y tarea de Rubén –como sus muchachos lo llaman- se hace presente: la de educar, la habilidad de iluminar con humildad la labor de los otros y hacer que surja la fraternidad. Esa gran labor de sembrar en los jóvenes la conciencia de sus necesidades.
Aquel ciclo de conferencias se llamó Poetas críticos-Críticos poetas y participaron, en diferentes momentos, Sandro Cohen, José Ángel Fernández, Carlos Montemayor, Eduardo Pérez Correa, Tomás Segovia y Ricardo Yánez.
En esta mesa participaron los tres: Bonifaz, Cohen y Montemayor. Ya en 1969 dio al muchachito Carlos, de 22 años, sus mayores lecciones sobre poesía (http://www.jornada.unam.mx/2002/09/08/05aa1cul.php?origen=index.html), de la misma manera que a él, también a sus 22 años se las dio Gabriel Méndez Plancarte en 1945 (http://www.jornada.unam.mx/2007/09/02/sem-ruben.html). Vale la pena escuchar (o leer) como un poeta fundado en la humildad toma de la mano al más joven y le acontece como al mismo Rubén con Ovidio: “A mí, a lo menos, me ha revelado profundas verdades de la naturaleza del alma, y me enriquecido con bienes que apenas había sospechado, pero que quise esperar siempre”.


Bonifaz con Montemayor a su derecha.


Sandro Cohen a sus 29 años

MEMORIA DE LAS ESTACIONES
de Carlos Montemayor

La hiedra avanza en el corazón de cada día,
no regresa a lo que fue o pudo ser,
no corta sus hojas creyendo que ya no están
porque ayer cubrieran el muro.
La vida en la tierra es la estación que vuelve.
Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.
Hay estaciones en que nos toca añorar lo que no fuimos,
o estaciones en que permanecemos a solas
y buscamos a ciegas entre vestigios lo que los ciegos codician.
Somos una oscura hiedra, una invisible hiedra ascendiendo
por un muro de oro, de luz,
tras el cual la vida vive sus estaciones,
sin saber que abajo de nosotros sigue prendido a ese muro
el cuerpo que amamos, los árboles que nos cobijaron,
la tierra y las piedras y las colinas que distantes permanecieron,
como soles cayendo sobre nosotros,
ocultándose en nosotros y cada vez naciendo.
Extiendo mi brazo y toco la tierra caliente de una tarde
o abro la ventana hacia los más lejanos veranos:
ahí estoy, sucio todavía del polvo de las estaciones.
Por esa invisible hiedra asciende
la luz, la estación de la nada,
un río sin palabras que moja los sueños,
una tierra sólo pisada por árboles y viento caliente de veranos.
Una hoja seca es la tarde en que me asomé
con mi madre a una ventana;
otra, el otoño entre los nogales que se vareaban en la huerta,
con un ruido de muchas voces, de muchas ciudades,
o la primavera en que las noches caían luminosas
como si fueran días perdidos.
Todo aguarda la voz de la estación a la que pertenece.
Sólo nosotros creemos en el pasado.
Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.
No ha muerto mi madre, no ha muerto mi hermano:
es el canto de las estaciones, es nuestro canto.
Juntemos los días, las noches, las fogatas de la infancia y la vejez;
los cantos de juegos y los cantos tristes,
los labios y las frentes y los cuerpos,
como recuerdos que nacen entre escombros de cuerpos,
como otoños que nacen entre escombros de veranos;
juntemos el agua de las lluvias que nos han mojado,
las noches y los amores que las han iluminado
(no porque no estemos juntos, amor, no estamos juntos)
seamos el canto de las estaciones que vuelven,
de las estaciones que se abren para que todas las muertes vivan,
para que todas las vidas hablen.

                                                          Carlos Montemayor


MEMORIA DE LAS ESTACIONES: ANÁLISIS DE RUBÉN BONIFAZ  NUÑO

Para mí este es un poema de instantes, de cosas, de seres, sólo de una manera relativa. Para mí este es un poema de tiempo. Veo un tiempo cíclico propuesto como la única salvación para el hombre. Voy a tratar de explicar esto yendo con cierto cuidado. Voy a tener que leer otra vez el poema de Carlos:

Memoria de las estaciones

La hiedra avanza en el corazón de cada día,
no regresa a lo que fue o pudo ser,
no corta sus hojas creyendo que ya no están
porque ayer cubrieran el muro.

La hiedra, símbolo en su crecimiento pausado de la dimensión temporal de la vida: el corazón de cada día, así, viene a ser la médula misma del tiempo, que según la opinión común pasa sin regreso: no regresa a lo que fue o pudo ser. La hiedra: la vida, sin embargo se mantiene viva; no se da la muerte a sí misma precisamente  porque equivocadamente siente que ha muerto, que si sus hojas vivieron ayer ya no pueden existir hoy, y después de esa afirmación falsa, viene la afirmación fundamental que define el error de la primera y da el sentido general al poema. El error es pensar que no hay regreso a lo que fue o pudo ser. Ahora se dice con certeza:

La vida en la tierra es la estación que vuelve.
Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.

Así es que hay un retorno infinito de las cosas que vuelven como las estaciones del año. La vida añora a veces lo que no fue; solitaria busca en sus propias huellas la luz que tiene sin saberlo. Versos 10, 17, ahora dice:

Somos una oscura hiedra, una invisible hiedra ascendiendo
por un muro de oro, de luz,
tras el cual la vida vive sus estaciones, […]

Entonces el campo general planteado en los primeros versos ahora se reduce. Ya no es toda esa, digamos, hiedra-vida, en abstracto, creciendo en un ámbito temporal. Ahora somos nosotros cuantos vivimos, somos esa conciencia de participación en la vida, somos pues una “oscura hiedra”, es decir: una invisibles hiedra, y los adjetivos “oscura” e “invisible” nos llevan de la mano a lo que sigue… donde dice… esto de que buscamos a ciegas entre vestigios lo que los ciegos codician; lo que los ciegos codician, sin duda alguna es la luz y en seguida se dice lo absurdo de esa búsqueda, porque estamos buscando lo que tenemos inmediato a nosotros:

Somos una oscura hiedra, una invisible hiedra ascendiendo
por un muro de oro, de luz, […]

Es decir, vamos ascendiendo precisamente gracias a aquello que estamos buscando, encima de lo que estamos buscando. Entonces esa búsqueda absurda se dirige hacia objetos en tiempos imposibles, porque está buscando en el pasado. Está buscando en vestigios, siendo que tal objeto es inmediato y presente. La hiedra asciende en ese muro de luz, y tras esa luz -que es como una cortina de iluminaciones- se desenvuelve la vida en sus cielos perfectos. La vida sigue sus estaciones, sin embargo nosotros: esa hiedra ciega, ignoramos  que es falso que haya vestigios, que los vestigios son las cosas mismas, que el muro de la luz mantiene eternamente lo que amamos, lo que nos protegió, lo que nos rodeó, todo en perpetuo renacimiento, ocultándose en nosotros y cada vez naciendo.
   Creo que voy en lo que dices, ¿verdad?

Versos 18, 20:

Extiendo mi brazo y toco la tierra caliente de una tarde
o abro la ventana hacia los más lejanos veranos:
ahí estoy, sucio todavía del polvo de las estaciones.

Ahora empezamos el poema con una afirmación general. Después la concretamos en un nosotros y ahora se concreta más todavía, porque ya no es la afirmación general de la afirmación general de la existencia de la hiedra-vida, tampoco el nosotros que somos esa hiedra: ahora es el hombre individual con su carga de experiencias cotidianas, con su infancia y su adolescencia y su juventud a cuestas, como un traje empolvado durante un largo recorrido. Es el propio poeta que se recuerda y se mira y esa mirada y esa memoria lo llevan a instantes en que la proximidad y la lejanía se muestran como realidades evidentes que en él coexisten. Así, con sólo extender el brazo puede tocar la tierra cercana o puede abrir la ventana hacia horizontes vastísimos de tiempo y en el mismo se incorpora así a ese ciclo de estaciones que gira sobre sí mismo.

Versos 21, 23:

Por esa invisible hiedra asciende
la luz, la estación de la nada,
un río sin palabras que moja los sueños,
una tierra sólo pisada por árboles y viento caliente de veranos.

Vuelve a abrirse la visión y vamos al principio general: la hiedra que avanza, la hiedra que somos, el muro luminoso que nos sustenta, paralelamente el río mudo de los sueños, la tierra: sus árboles, sus veranos y la visión de de los árboles terrestres lleva a las de sus hojas; porque dice el poema:

Una hoja seca es la tarde en que me asomé
con mi madre a una ventana;
otra, el otoño entre los nogales que se vareaban en la huerta,
con un ruido de muchas voces, de muchas ciudades,
o la primavera en que las noches caían luminosas
como si fueran días perdidos.

Entonces vemos las hojas. Así como los veranos conducen a un otoño individual y los instantes del poeta se identifican con esas hojas que se secan y caen: una hoja es el instante en que el poeta y su madre se asomaron a una ventana, otra, la visión concretísima de hacer caer las nueces del nogal golpeando sus ramas con una vara, y otra más: la visión ampliada de voces y de ciudades y de nuevas primaveras que retornan como días que se creyeron pasados para siempre. Y luego viene otra recordación de lo que al principio se dijo, y ahora se aclara en definitiva que eso estaba equivocado, que no es verdad que no se regrese a lo que fue; porque dice el poema que “Todo aguarda la voz de la estación a la que pertenece”, que sólo nosotros creemos que las cosas pasan.

Después de hablar del tiempo de nosotros y de afirmar que es mentira que las cosas desaparezcan, vuelve a hablar el hombre individual, el poeta, y aplica a su propia experiencia los conocimientos generales: si las cosas no pasan ni desaparecen, nada de lo suyo ha muerto: todo está esperando el retorno de su estación para renacer. Ni la madre ni el hermano están muertos; están allí: vivos como una nota en el canto de las estaciones que es el nuestro, y ya con ese conocimiento el poeta hace una exhortación a que todos lo compartamos: todo existe en vida; días y noches no son más que pasos que retornan; la infancia y la vejez, como fogatas isleñas, se anuncian una a la otra en retornos interminables, y así también la alegría y la tristeza, los cuerpos gozados que se renuevan, los otoños que surgen de veranos pasados, cuyo regreso anuncian con su misma presencia, y la lluvia y el amor y la ausencia que sólo es el anuncio de un encuentro nuevo, y la exhortación concluye gozosa: seamos el canto de la estaciones en ese cielo eterno en que la muerte no existe; en que la vida tiene siempre la palabra.

Ahora, alguna cosa técnica. Esa concepción del tiempo como un retorno cíclico tiene que expresarse de alguna manera. Tiene que dar la sensación de un retorno ineludible de cosas; aparte de la exposición circular que he tratado de exponer con lo que he dicho hasta ahora, hay una serie de recursos de estilo destinados a hacerla evidente. Ahora sólo menciono uno que es el más fácilmente advertible: la repetición de expresiones o palabras que van reiterándose en cadena cerrada para sugerir ese movimiento eterno. La principal de esas palabras es “estaciones”. Aparece por primera vez en el verso cinco, y luego en el siete, el trece, el veinte, el treinta y uno, el treinta y cinco, el cuarenta y cuatro, el cuarenta y cinco, en todos ellos señalando con su significado los regresos universales, y reforzando e individualizando ese significado con sensaciones y asociaciones concretas: los veranos, los otoños, la primavera y sus efectos evidentes, las lluvias, las noches claras. Y con las estaciones vienen los días y las noches, la vejez, la infancia, el amor, los escombros y los renacimientos. Y la esperanza de la vida trae la certeza de la vida compartible y eterna.

Eso es lo que vería yo en el poema de Montemayor.

Rubén Bonifaz Nuño
Martes 7 de septiembre de 1982.



                                                       Bonifaz a sus 22 años