LA UNAM, MADRE ENAMORADA DE RUBÉN
(PARA
LA PROFESORA AMPARO GAOS)
Siempre
sabemos mucho de los grandes hombres gracias a las personas que los rodearon
cercanamente, que estuvieron con ellos en su cotidiana labor. He dicho grandes
hombres cómo el que nos reúne hoy aquí. Intuimos mucho de Cuauhtémoc gracias al
conocimiento de su capitán y amigo el Tlacaltehecatl Temilotzin. Qué
hubiera sido de la labor fundadora de Benito Juárez sin Sebastian Lerdo de
Tejada, Melchor Ocampo, José María Iglesias o Matías Romero.
Una forma de conocer a alguien
es conociendo a las personas que lo rodearon, que compartieron sus afanes,
batallas, victorias y derrotas. Tal es el caso que ahora tengo el enorme
privilegio de estar a lado de una gran mujer, universitaria toda ella, que fue
maestra, colaboradora, alumna y amiga del poeta que en esta ocasión nos reúne.
Múltiples fueron las figuras femeninas que protegieron con su esfuerzo, como un
aura, las labores de Rubén Bonifaz Nuño: primero su madre Sara Nuño Scott, su
hermanita Alma Bonifaz Nuño, sus maestras de primera enseñanza, sus compañeras
de enseñanza secundaria, sus múltiples amores. Sus grandes amigas y
colaboradoras: Amparo Gaos, Clementina Díaz y de Ovando, Beatriz de la Fuente, Ángela
Gurría, Paloma Guardia Montoya, Lilian Álvarez. Han sido muchas, tantas que
siempre hubo mujeres que hicieron de la labor de Bonifaz un parto de arte y
trabajos de exaltación de lo humano.
Con Paloma Guardia
Estoy seguro de que don Rubén podría haber
dicho este poema a todas y cada una de las mujeres que lo fecundaron,
incluyendo a su otra madre, la Universidad:
El trabajo de amarte
como tú debes ser amada,
es el trabajo solamente mío.
Desde hace mucho tiempo,
cuando de niño, frente al miedo oscuro
de las noches, buscaba
una luz que se abriera
por encima de mí, que me mostrara
las riquezas colmadas del humano
calor; cuando sentía que las cosas
encerraban secretos que una mano
podría descubrirme,
me preparaba para amarte.
Y mis enfermedades, mi desdicha,
mi soledad que nada
conseguía quitar, ¿qué cosa fueron
si no lecciones duras
de amor, que me obligaban a buscarte?
supe que tú existías.
Supe de ti también por la segura
presencia dulce de mi madre.
Mis pasos, los primeros,
sin que nadie pudiera sospecharlo,
me llevaban a ti. Cada palabra
que mi boca aprendía,
me preparaba a pronunciar tu nombre.
Cuando jugaba estando solo
jugaba a estar contigo.
Detrás de cada gozo conseguido,
de cada sed saciada,
de cada esfuerzo pleno,
estabas esperándome tranquila.
Ya ves por qué te quiero bien ahora;
mi amor no es cosa nueva.
Como a la muerte, irremisiblemente,
desde el nacer te estaba destinado.
Con Amparo Gaos
Amparo
Gaos ha sido un testigo y cómplice de la alquimia verbal que Bonifaz ejercía en
sus traducciones grecolatinas. Rubén Bonifaz Nuño no fue un teórico de la
poesía: fue un hacedor de la poesía y las mujeres lo han llevado a esa acción.
Como dijo Paul Valéry, “Ni con toda la técnica del mundo se hace un poeta. Sólo
el hacer lo hace… ”.
¡Ah!
Ahora cuántas mujeres que lo conocieron se sienten viudas. La UNAM viuda.
Cuántos hombres que supimos de su existencia nos sentimos hundidos en la
sensación de que nos falta una certeza en este mundo: cúmulo de falsedades.
Nosotros, simples hombres sin la fuerza fecundadora de la mujer. Hombres que
pensábamos y bien pudimos dedicar para él, para don Rubén, ese poema suyo y
luego nuestro:
Como ya nada puedo
imaginar por mí —claro, entre luces
estoy viviendo, y el amor me agobia,
me emborracha, me enferma—,
quiero decir tan solamente
lo que nos has enseñado, los
secretos
que en nosotros vas alumbrando,
las pequeñas verdades que levantas
sobre nuestro viejo tiempo de ceniza.
Por ejemplo, de golpe nos
enseñaste
que hay muchas cosas nuestras en
el mundo;
que somos ricos. Que tenemos en todas partes
lugares que, por ti, nos
pertenecen;
lugares, fechas, luces, que hemos
tomado
sencillamente, porque en ellos
hemos pasado contigo,
[con tus poemas]
y en ellos te has quedado para siempre.
Nunca pensamos que hubiera tanta
parte
de nuestra ternura en cosas, en
momentos
que están y pasan cerca, a todas horas.
Hoy, por ti, nos conmueven
las canciones de amor de un limosnero
que canta en el camión al que hemos
subido,
y son tesoros nuestros
incomprables
un cabello robado, un recordado
perfume, unas palabras, un pañuelo
con pintura de labios.
Nos has enseñado
que somos jóvenes;
que podemos, sin temor, verte a
los ojos
o besarlas delante de las
gentes.
Nos tenemos que reír con toda el alma
cuando recordamos nuestra
tristeza.
Hoy lo sabemos: somos alegres.
Nos contentan el
ruido y el silencio,
las noches nos contentan y los
días,
la voz, el cuerpo, el alma, nos
contentan.
Cuando nos hemos despedido
de ti [de tus poemas], después de
un día de tenerte,
y caminamos de gusto por las
calles,
ay, Rubén, cómo compadecemos
a los que tú no amas, que no saben. [Que
no te conocen]
Y nos dan ganas de abrazarlos
a todos, de gritarles que la vida
es buena; que tú vives, que debemos
obligatoriamente ser felices.
O de echarnos en el suelo, boca
arriba
con los ojos cerrados,
y cuando alguno llegue a preguntarnos
si algo nos pasa, contestar: “Es
sólo
que somos felices porque lo queremos.”
Y tú, que tanto tiempo nos
ocultaste
lo que éramos nosotros, al sentirnos
pensarás que somos buenos o que estamos locos,
y desde cerca o desde lejos
nos mirarás
complacido,
y sonreirás tendiéndonos la
mano.
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Pero
con Bonifaz cumple su humilde y salvadora labor de ropavejero desprestigiado.
Nos inspira heroicidad: la más real y sin rodeos. Nos da el valor de resistir
la cotidianidad vulgar que nos asfixia con sus injusticias. Y a veces nos
permite vestirnos de lujo y decir de memoria, de vez en cuando, un verso suyo
(ya nuestro) como “con sombrero ajeno”, y lograr que alguna mujer voltee a
vernos.
Y
así, leer sus poemas, sus ensayos, sus fascinantes páginas VII de sus estudios
introductorios, a sus traducciones grecolatinas, nos hace más reales, más
mujeres y más hombres:
…Tú, compañero, cómplice que llevo
dentro de todos, junto a mí, lo sabes.
Hermano de trabajos que caminas
en hombres y mujeres, apretado
como la carne contra el hueso,
y vives, sudas y alborotas
en mí y conmigo y para mí y contigo.
EL BUEN SENTIDO
“[…]
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.
—Hijo, ¡cómo estás viejo!
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me haya envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:
[…]
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.
—Hijo, ¡cómo estás viejo!
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me haya envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:
[…]
La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos
mortales descienden suavemente por mis brazos”.
César Vallejo, de Poemas en prosa.
Sirva este poema de César Vallejo
de consuelo a la Universidad que perdió a su más grande hijo. Madre fecunda
fecundada por grandes hombres y mujeres como los que hoy se reúnen aquí: Rubén Bonifaz
Nuño y la gran profesora Amparo Gaos.