PRESENTACIÓN

"--¿Cuál es la función del poeta en cualquier sociedad, Rubén?
--Es un poco como… como un ropavejero desprestigiado. Qué es lo que hace el poeta: de repente en un día de mal humor, o de buen humor, se pone junto a su máquina de escribir y dice lo que le pasa. Y cuál es su esperanza: que eso mismo le pueda pasar a los demás. Entonces, lo que está haciendo es crear un conjunto de harapos para que los pobres puedan ponérselos alguna vez y sentirse un poco menos pobres. Eso podría decir".

Rubén Bonifaz Nuño.



martes, 1 de noviembre de 2011

La letanía de la muerte

Muerte es vida, y ambos prodigios son femeninos. Los mexicanos antiguos y modernos somos propensos a lo númenes femeninos: Xochiquetzal-Guadalupe.

La energía creadora es facultad, de por sí, de la feminidad; de ahí la  concepción náhuatl de la muerte como afirmación de vida, las calaveras son símbolo de la eternidad de la vida[1] es por eso que Rubén Bonifaz Nuño (y muchos otros del pueblo: los “pelados”) han hecho de la muerte, también, una entidad creadora que prodiga fecundidad, con esa intención el poeta enumera sus atributos:





* la muy blanca,

la de rostro de azúcar que relumbra

dentro del girasol, la que dispensa

 las banderas atónitas del vino.

 * la extraña goza del carisma

 sensual de hablar como entre sueños.

* puente del día, canto, palomita

 de hielo vertebral que en su camino

yergue los pelos de mi carne,

y vuelta en bocas se aguirnalda.

* Acostada y reciente, clara

de ensangrentados muslos, se recrea

-gozo fatídico- la madre

 y esposa y viuda de los hombres

siempre recién preñada;

* parturienta joven, purísima, mi muerte.

* Aquí la joven reina encinta;

*porque reina la joven, la gozosa,

La embarazada siempre, la del ojo

Salvaje: silla de oro, cetro

de hueso incandescente, mi señora.[2]   







Estos son dos de los poemas que harían las delicias de muchos devotos:



El principio

ORDEN de luz en la casa vacía

ha puesto la extranjera, la muy blanca,

la de rostro de azúcar que relumbra

dentro del girasol, la que dispensa

las banderas atónitas del vino.



Y me es dada, por fin, entre la muerte

y la pared, de pronto, una parcela

firme en aguas oscuras; y de pronto,

ya con la muerte al cuello, me descuelgan.



Pues uno es indio al fin, y si uno sabe,

si uno escucha el dolor como se escucha,

cuando la noche se detiene,

la oscuridad lloviendo en los maizales.



Si uno construye sólo de por mientras,

si hay algo cierto, si nos encontramos, 

¿de qué te quejas, alma?



-Ebria mi casa, incuba entre los muros

el retroactivo sol de la alegría,

la flor girante que me ahoga

cuando pueblas contigo mi ventana-.

Alma, ¿de qué te quejas? Poseído

del temor de dormirme, estoy despierto,

mientras la extraña goza del carisma

sensual de hablar como entre sueños.



Indultado en la víspera, la miro

sin que me mire ahora.

                                        Apaciguado

junto al cordero pace el tigre

en el campo de leche. Ella sonríe

de sed y de saciada, y un relámpago

apaga, frío, su garganta

sobre la fuente germinal. Y suben

los clarines crismáticos del valle.









Coronación



Tramoya azul de plumas entre escamas

Y de fauces alígeras, dispone,

encumbrando los cerros, la creciente

roja del valle. Y brinca

mi corazón en giros, dando vueltas

me salta el corazón, el enjaulado.



Puente del día, canto, palomita

de hielo vertebral que en su camino

yergue los pelos de mi carne,

y vuelta en bocas se aguirnalda.



Acostada y reciente, clara

de ensangretados muslos, se recrea

-gozo fatídico- la madre

y esposa y viuda de los hombres

siempre recién preñada; parturienta

joven purísima, mi muerte.



Ya en la mañana de hoy, y ya engendrado

en la línea de fuego compartido,

pobreza enriquecida soy, humilde

cocimiento y azúcar humildísima

en jarro de alquiler acrisolada.

Y ella, que goza mi placer, me envuelve

en su almendra florida, y me asegura,

y ami placer me llevo por su gusto.



Aquí la joven reina en cinta;

su cabeza en mi brazo, y el sagrado

conocimiento de su cuerpo;

amoratadas piernas, dientes pálidos,

y el parto: la bandera y el guerrero,

con el pie vencedor, de la mañana.



Mientras un golpe de campanas

de pascua, a hendidos rumbos incorpora

su plumaje sonoro y enjoyado.



Porque reina la joven, la gozosa,

la embarazada siempre, la del ojo

salvaje: silla de oro, cetro

de hueso incandescente, mi señora.

 
 
Tito Monterroso, Andrés Henestrosa,  Henrique González Casanova y Bonifaz con una mano en la cintura: el único sobreviviente.
 
 
 
 
“Me quitó la vista, que es lo fundamental; me quitó el oído, que puede remediarse a medias; me quitó las fuerzas de las piernas. Lo que quisiera es que la muerte ya no me quitara más cosas: que me matara de repente”
 


[1] “Siendo el sacrificio la forma de divinizar al hombre, al convertirlo en preservador del dios concediéndole así la eternidad de la vida, y considerando que la calavera era una forma de representar dicha eternidad, se explica que el rostro de Itzpapálotl se represente con la mandíbula descarnada; esto es, como partícipe de la calavera humana, relacionándola así con el sacrificio”. En Rubén BONIFAZ NUÑO, Cosmogonía antigua mexicana,  p. 112
[2] Rubén BONIFAZ NUÑO, De otro modo lo mismo, p. 289

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